El 21 de noviembre de 1882 marcó un antes y un después en la historia del primer templo de Córdoba. La Santa Iglesia Catedral era declarada, por medio de una Real Orden, monumento nacional histórico artístico, «atendiendo la importancia histórica y artística de esa iglesia«, tras analizar los informes de la Comisión de Monumentos Histórico Artísticos de Córdoba solicitando dicha declaración y el de la Real Academia de San Fernando en el mismo sentido. Así se recogió en La Gaceta de Madrid de 27 de noviembre de dicho año.

Todo arrancó de una corriente de opinión promovida por intelectuales cordobeses que tuvo su eco en los paisanos que tenían sus posaderas bien asentadas en las Cortes. En 1870 se había declarado monumento nacional a La Alhambra de Granada y era algo extraño que un edificio de las características de la catedral cordobesa, incluyendo la mayor mezquita construida por los musulmanes en su etapa de conquista no figurara en dicha relación. Rafael Romero Barros, padre de Julio Romero de Torres, fue una de las primeras voces en alertar de la suerte que podía correr esta sin par construcción si no se actuaba sobre ella, ya que el estado de conservación de la misma era muy precario. El Diario de Córdoba ofreció el 14 de mayo de 1878 un editorial a toda plana en su portada, firmado por Romero Barros, bajo el título La Catedral de Córdoba en el siglo XIX, en el que dejaba a las claras la imperiosa necesidad de intervenir o esperar lo peor:

«La soberbia Caaba, la suntuosa catedral cristiana se desploma; y rodarán á no dudarlo por el polvo y profanados serán por nuestra planta, desechos, destrozados tantos elementos de artística belleza como encierra este singular y grandioso santuario. Los robustos sillares de su fábrica, sin el reparador auxilio de una conservación solícita y constante, quebrantados cada dia por el ariete formidable de los elementos, se desunen y desprenden de su asiento secular, con riesgo de los fieles que recorren su recinto, gastados y rendidos por la inmensa pesadumbre de los siglos. Lastimadas sus inmensos naves y crugias; rotas las caladas cresterías de su elevada torre; perdidas ó en gran parte mutiladas las bellísimas labores que al exterior decoran su recinto, y profundamente resentida en sus muros y cubiertas, es de esperar, dada la inminencia del peligro que amenaza, si no cede este abandono y al par de los estragos acrece nuestra indiferencia, una inevitable y próxima ruina«.

En su misión le acompañaba Amador de los Ríos, quien había estado involucrado en unos trabajos de restauración del templo, realizados a iniciativa del obispo fray Ceferino González, quien se sirvió del propio Amador de los Ríos, del arquitecto Rafael de Luque y del pintor Juan Saló para darle un lavaíto de cara a esta joya de la arquitectura mundial. Romero Barros, por su parte, se había transformado en el mensajero del apocalipsis. Encendió todas las alarmas posibles, tanto en Córdoba como en Madrid, alertando de la más que posible desaparición de la construcción más excepcional del país:

«¿Y veremos impasibles; contemplaremos serenos á los ojos de la culta Europa, arrostrando su mofa y menosprecio, sepultarse nuestro honor envuelto en los escombrros de esta fábrica jigante que en sí guarda consignada la historia de diez siglos? ¿Y desaparecerán sin el menor remordimiento esas esbeltas y elegantes arquerías, con tan mágico artificio sobrepuestas, que á la vista perturbada le simulan una bóveda impalpable fabricada por las hadas; esos bosques de columnas que semejan las gallardas palmeras del desierto; esas naves espaciosas, llenas de misterio y de poesía, donde en nuestra edad primera recibimos tan varias y agradables impresiones; esas altas cúpulas y ojivas ricamente decoradas que los artífices cristianos elevaron en mal hora, sobre los áureos artesones de la aljama, pero cuya magestad y grandeza elevaba absortas nuestras almas (…)? ¿Y veremos con estóica calma destruirse ese Mihrab famoso, ese antiguo santuario del profeta, profusamente ataviado por el ilustre Al-Hakem (…)?

Romero Barros no dejó pasar la oportunidad de poner cada cosa en su sitio, mandando también un recadito a la autoridad competente, ya que «diez años con exceso han transcurrido desde que por olvido ó por ignoradas causas se suprimió en el presupuesto del Estado la cantidad que en él estaba señalada para el sostenimiento y restauración de esta joya sin par e inapreciable (…)».

La primera subvención estatal, concedida por el ministro de Fomento Santos de Isasa, alcanzó la cifra de 141.883 pesetas.

Los escritos de ambos tanto en el Diario de Córdoba como en La Época, solicitando subvenciones oficiales para la restauración de la Catedral tuvieron su eco en principales como el conde de Torres Cabrera y Conde y Luque, que lograron que el asunto se viera en las Cortes. La primera subvención estatal, concedida por el ministro de Fomento Santos de Isasa, alcanzó la cifra de 141.883 pesetas. Después vino la declaración de monumento histórico artístico, la primera que recaía en un monumento cordobés. A este seguiría la Sinagoga, en 1885 y hasta 1923 no hubo otra declaración similar, afectando a las ruinas de Medina Azahara, a la que se añadiría un año más tarde la de la Plaza del Potro. Pero el camino no sería fácil. La Gaceta de Instrucción Pública, con fecha 5 de noviembre de 1889, publicaba en sus páginas una relación de los monumentos nacionales históricos y artísticos, con expresión de las fechas en que fueron declarados tales y el estado de conservación de los mismos. En el listado, se reflejaba 7 años después que se había acordado la restauración de la Catedral, en tanto que la «Sinagoga judaica» necesitaba reparación urgente.

En 1882, noviembre, se declaró a la Santa Iglesia Catedral (a toda la Mezquita aljama, vamos, para los que sigan haciendo esa distinción sin sentido) monumento histórico artístico de carácter nacional. Desde ese momento, la Catedral quedó bajo tutela estatal en lo referente tanto a supervisión de proyectos de restauración como en el capítulo de ayudas económicas destinadas a su conservación y restauración.

Un siglo después, en noviembre de 1982, se estaba restaurando el Patio de los Naranjos, ejecutando su proyecto el arquitecto Gabriel Ruíz Cabreros. Han pasado 140 años e, inmatriculaciones al margen, lo verdaderamente importante es que, gracias al tesón, el trabajo y el esfuerzo de unos cordobeses de su tiempo y preocupados por su ciudad y por esta maravillosa obra de arte, la Mezquita Catedral luce hoy como uno de los primeros monumentos del mundo.