El juego del querer

Los colegios se han despertado silenciosos. Los juegos en el patio del recreo se han paralizado como una noria con el mecanismo oxidado. No se sabe por cuánto tiempo. Mínimo 15 días. Por las aceras que rodean al centro educativo, la gente pasea a sus mascotas. Se cruzan con trabajadores que caminan apresurados por llegar a sus empleos esquivando a las personas que pasan cerca para no contagiarse. Las mascarillas y los guantes se han convertido en los complementos de última moda. Igual que diamantes, resultan productos exclusivos y de difícil adquisición que solo unos pocos pueden disfrutar.

La población en riesgo de contagio, como si la prohibición no fuera con ellos, continúa dando su paseo mañanero sentándose en los bancos de los parques. Observan los columpios precintados y a la gente yendo a comprar a las tiendas de barrio abiertas. Cargados como mulas, regresan los clientes a sus casas bajo la atenta mirada de la policía, que vigilan sin pestañear quién se salta el estado de alarma. Como si de porteros de discoteca se tratase, piden identificaciones a quienes resultan sospechosos, e imponen multas generosas a todo el que les intentan torear abriendo sus negocios sin permiso.

También en las calles, los repartidores de comida a domicilio continúan trabajando sin descanso, recorren la ciudad abasteciendo a los hogares de quienes respetan la seriedad del aislamiento. Junto a ellos, los carteros meten en los buzones las notificaciones a los vecinos como cualquier otro día. Mensajes que quizás, deberían informar a muchos de que la circunstancia actual no es un juego de niños, y que sin la colaboración de toda la población, el silencio en los colegios será eterno.

Ana María Barbero