MARICARMEN GARCÍA – INSITU DIARIO
Crecimos en un país que, no hacía muchos años, había salido de una dictadura y al que se le vendió la magia de la libertad, el progreso y el futuro idílico en un marco democrático. A principios de los años 70 se empezó a crear la comúnmente conocida como clase media, hasta entonces inexistente. Con el paso del tiempo, el mundo de la digitalización y el desarrollo tecnológico, además de los cambios en la situación política del país, auguraban años de evolución y abundancia. Una sociedad que no había tenido muchas posibilidades de formación ahora empezaba a estudiar, a abrirse paso a un empleo digno y a conseguir sus sueños. Y en medio de esa fantasía nacimos los millenials.
Tuvimos una infancia engañosa que parecía vaticinar el futuro cuento de hadas que nos habían contado. «Seréis los líderes del futuro», era el pan de cada día en la escuela. Nos animaron a perseguir nuestros sueños, porque seríamos capaces de todo. Viajaríamos de una punta a otra del mundo en menos de un día y formaríamos parte de una sociedad que nunca antes se había conocido. Seríamos lo que quisiéramos ser.
Nos llamaron los nativos digitales, pero casi se nos podría comparar con los nativos americanos en las Guerras Indias, que fueron casi aniquilados por los colonos europeos. Nosotros lo fuimos por una sociedad ilusa, que, cegada por el gran proyecto del mañana, dejó de lado a sus descendientes.
Nos dijeron que viviríamos mejor que nuestros padres y nos hemos encontrado un planeta decrépito con una crisis medioambiental vertiginosa y con un déficit económico bastante superior al que podríamos haber imaginado en nuestras peores pesadillas.
Somos los mejor formados de la historia y solo hemos podido acceder a los trabajos más precarios, habiendo estudiado una media de dos idiomas y tres másteres por persona. Apenas hemos encontrado trabajo a 2.000 km de nuestros hogares. Enfermeros en Gran Bretaña, científicos en Estados Unidos, y en el caso más cercano, maestros como barrenderos. Hemos sido los conejillos de indias en las manos de una sociedad que avanzaba a tientas.
Nos han llamado ninis, pero la gran mayoría de nosotros ha trabajado y estudiado al mismo tiempo durante casi toda su vida. Hemos perdido toda nuestra juventud estudiando una carrera de la que nunca trabajaremos. Hemos pospuesto nuestra independencia en busca de una mejor situación y una oportunidad que nunca llegará.
No tenemos nada, salvo la posibilidad de conseguir un sueldo de 600 euros o matarnos a opositar y seguir aplazando nuestro mañana y el de nuestros descendientes. Nuestro futuro está en el aire, si el calentamiento global y la contaminación nos lo permiten.
Como dice Amaral en su canción El blues de una generación perdida, «dices que yo no he combatido en un millón de guerras«, pero es justo eso lo que he estado haciendo durante toda mi vida.
No somos la generación perdida: somos la generación que salvará este mundo y tenemos una gran responsabilidad a nuestras espaldas, no defraudar.